domingo, 15 de septiembre de 2013

UN CUENTO DE PARÍS


Por enésima vez esa mañana, se untó las manos en aceite. Los numerosos cortes que le iban dejando los cristales se hacían cada vez más profundos y dolorosos, pero por nada del mundo pensaba dejar de trabajar en aquella capilla.
Era solo un niño cuando ya se quedaba mirando y ayudando a su padre a elaborar las ventanas y vasijas de sus vecinos. Le parecía magia, casi un hechizo, como su padre, con sus gruesas manos podía moldear un material tan delicado. Siempre soñó con perfeccionar aquellos trabajos, desarrollar ese oficio mágico, pero ni en sus mejores fantasías había imaginado poder trabajar en esto: la más espectacular vidriera que se hubiera visto, miles de pequeñas siluetas conformando la más bella fachada: era un obrero de la santa Capilla de París.
El sol marcaba la ansiada hora del almuerzo, y sus compañeros ya se iban alejando en grupo hacia la cantina de Madelaine. Ella como nadie preparaba el estofado, y lo acompañaba con un buen vino.  Jean, sin embargo, no acostumbraba a acompañarles. Sus cinco hijos y la enfermedad de Adele, que le imposibilitaba trabajar, hacían que tuviera que conformarse con un almuerzo algo más humilde que ésta le preparaba.  Pero esto no era un problema para Jean. Le encantaba almorzar a la orilla del río, con la brisa en el rostro, y además le permitía acabar antes para poder volver a la capilla y trabajar un rato a solas. Para él era el mejor momento del día: acariciaba los cristales recién pintados, ideaba nuevas figuras, hablaba con su vidriera como si fuera un hijo más, y disfrutaba desde las alturas de la vista más privilegiada de París: sus campos, el río, las azoteas de las casas, el infinito, …
Precisamente, en uno de estos momentos de soledad fue cuando su vida cambió para siempre. Desde allí, desde lo alto, vio como cerca de la capilla se detenía un carruaje y se apeaba de él la más bella mujer que jamás había contemplado.  Por supuesto, también estaba Adele, su mujer, a la que adoraba, pero en nada se parecía a esa figura elegante, femenina, delicada pero firme, que estaba contemplando.  No pudo adivinar hacia donde se dirigía. La hora del descanso se había terminado y todos regresaban al taller. Solían remolonear a la vuelta, pero en esta ocasión Pierre les apremiaba a entrar rápidamente y ponerse manos a la obra. Parecía nervioso, nunca le habían visto así. Daba órdenes, susurrando, como si no quisiera que alguien se enterase, y colocaba a cada uno en su tarea sin demora. De repente, la puerta se abrió y dos guardias reales entraron en la estancia. Pierre acudió a su encuentro y se disponía a saludarles cuando de repente se inclinó e hizo una reverencia que les dejó a todos atónitos. Al volver la vista a la puerta, vieron entrar a una elegante mujer, con capa y pieles, a la cual Jean reconoció de inmediato: era la dama que había visto apearse del carro.
-“Su Alteza Real, la Reina” – dijeron al unísono ambos guardias reales.
¡La Reina! ¡No puede ser! Jean estaba nervioso, excitado, no daba crédito a lo que oía y veía. Esa mujer que le había cautivado con solo verla un instante era la Reina Margarita.
Todos se inclinaron de inmediato, y ella fue avanzando poco a poco hacia el interior del taller, observando cada pieza, las vidrieras ya montadas, las mezclas de colores… Se detuvo frente a una imagen en particular: Cristo en la cruz, con la corona de espinas en su cabeza. El Rey había realizado muchos esfuerzos para conseguirla, traerla a Francia y hacer esta capilla en su honor,  por lo que ella se sentiría igualmente emocionada al verla.
-“Maestro, ¿quién ha realizado esta imagen?” – preguntó la Reina, sorprendiendo a todos los presentes.
-“Ha sido Jean, Majestad, uno de los artesanos más expertos de la obra.”
-“Sus manos son prodigiosas, maestro. Es la imagen más bonita que he visto jamás. Felicítele de mi parte”.
Sin esperar respuesta, giró sobre sus pasos y se dirigió a la salida seguida por su guardia.
Desde aquel día, Jean no pudo volver a ser el mismo.  Cada mañana, llegaba el primero a la construcción para subir a la azotea y ver a lo lejos a la Reina pasear con sus damas por el jardín. Tras el almuerzo, corría por si era un día afortunado y podía verla bordeando el río.
Han pasado casi treinta años desde aquel momento, pero todos estos recuerdos acaban de acudir a la mente de Jean como si hubieran ocurrido ayer mismo. Tras acabar la Santa Capilla, viajó con su familia y estuvo trabajando en varias catedrales e iglesias, alcanzado incluso tierras de Hispania. Hoy, después de tanto tiempo, vuelve de nuevo a París, y no ha podido pasar sin acercarse a su vidriera. La Santa Capilla solo es utilizada por la familia Real y sus sirvientes, pero éstos aún recuerdan al vidriero, y le permiten pasar un momento, para disfrutar de nuevo de la belleza del lugar. Las vidrieras, la luz del sol entrando por cada rincón en sólidos rayos, la reliquia de Cristo, por fin en el lugar que le corresponde en el altar. Todo es aún más maravilloso de cómo lo recordaba. Ya que le han permitido entrar, que solo está en París de paso, y no cree que vaya a volver, pues ya se encuentra viejo y cansado, se atreve a subir despacio al piso superior, solo dedicado a la realeza. Allí, arrodillada frente al altar, como una aparición, se encuentra rezando la Reina. Jean la observa maravillado. Han pasado muchos años, su rostro está más cansado y el pelo claro, pero sigue transmitiendo la misma fuerza y femineidad. En un primer momento se arma de valor y da un paso hacia ella, decidido a reverenciarse, saludarle, y recordarle que es el autor de aquella imagen que tanto le gustó. Sin embargo, frena y recula. Han pasado treinta años, la vida ha seguido su curso, y ella sigue siendo platónica para él. Quizá sea mejor dejar las cosas así, y seguir viviendo con el recuerdo y la fantasía de lo que fue o pudo haber sido ese reencuentro.
Empieza a anochecer, deja de entrar luz en la capilla y es hora de marcharse. Su hijo mayor, Luis, el seguidor de sus pasos y aprendiz de su oficio le espera en la puerta para acompañarle. Se acabó el seguir recordando. Es hora de superar el pasado y vivir el futuro. Es hora de volver a casa.

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