Relatos Cortos



TIEMPO DE PODA

-“¡Maldita sea! De esta semana no pasa que tenga que volver a podar ese estúpido alcornoque..”. En esto pensaba Bob mientras miraba por la ventana a la vez que recogía los restos de su comida. Un descuido tras una larga noche de alcohol hace un par de años hizo que el pobre Bob prendiera fuego a su jardín, quemando gran parte del alcornoque. Desde entonces, cada pocos meses tiene que podar las tristes ramas que renuncian a recuperarse y terminan por secarse.
De repente, le pareció ver movimiento a lo lejos. Bob, cartero jubilado, era natural de Towsend y había vivido en aquella cabaña desde que nació. En la finca de al lado había un gran caserón, al que tenía prohibido acercarse de niño, que no había llegado a ver habitado jamás. De vez en cuando, un grupo de turistas, quizá posibles compradores,  se acercaba a echar un vistazo por la zona. Sin duda se trataba de gente de ciudad. Estirados con absurdas risitas, con modernos coches y con pinta de pocos amigos. Como si se los tragara la tierra, tras una vuelta por la finca y una noche en la casa desaparecían sin siquiera despedirse. Fijándose más detenidamente vio a lo lejos un coche rojo aparcado y, efectivamente, una pareja avanzando hacia la verja de la casa vecina. “No durarán mucho aquí..”, pensó.
Tom y Alice estaban tan ilusionados como una pareja de recién casados. Y es que lo eran. Tras dar muchas vueltas, buscando el lugar perfecto donde asentarse, descubrieron en una página de Internet la lujosa villa de Towsend, bastante dejada por el paso de muchos años deshabitada, pero con hermosos jardines en los que podría correr a gusto Kitty, su fox terrier.  Además, la inmobiliaria ponía toda clase de facilidades, así que no se lo pensaron dos veces cuando supieron que podían pasar un fin de semana en la casa para descubrir todos sus encantos.
Tras subir las maletas y examinar cada centímetro de la casa, se empieza a hacer de noche, y deciden irse a descansar. Ha sido una revuelta mañana de otoño, que por fin descarga en lluvia durante toda la noche. No suelen verse lluvias tan torrenciales por su ciudad, y los sonidos del bosque por la noche son bastante más terroríficos con tormenta, con lo que pasan las horas en vela, pendientes de cualquier crujido extraño.
Para Bob las tormentas no son un problema. Son demasiados años sufriéndolas, y uno aprende a manejar a su antojo hasta a la naturaleza. Esta noche ha aprovechado a acercarse al pueblo para tomar unos tragos. No suele llevar una vida social muy ajetreada; de hecho, podría decirse que, sobre todo desde que se jubiló, se trata de un hombre un tanto huraño, pero sí le gusta bajar “de vez en cuando” al pueblo y beber en la barra de Tony´s. El rincón derecho es su hueco casi cada noche, y los vecinos ya están acostumbrados a su mal humor tras dos copas, con lo que no suele disfrutar de mucha compañía en esos momentos. A pesar de ello, intenta obtener algo de información sobre los huéspedes de la casa vecina, saber qué han venido a hacer, pero no parece que nadie haya reparado en ellos.
Es hora de irse, hasta él nota que ha bebido demasiado. Conduce despacio pero sin control hacia lo alto de Towsend, cegado además por la fuerte lluvia. Cuando llega arriba, una fuerza interior le empuja a ir en dirección contraria a su casa. Se dirige a la villa vecina, y movido cual marioneta se deja llevar. Sigue lloviendo. Los relámpagos son cada vez más fuertes y seguidos. En flashes de luz distingue el coche rojo, la puerta, las ventanas, alguien asomado, …
-“Sabía que pasaría esto, siempre pasa…”. Farfulla al levantarse al día siguiente. Sabía que anoche debía haber dejado de beber antes,  pero nunca lo cumple. La cabeza le va a estallar y arrastra los pies hasta la cocina en busca de un vaso de agua. Al abrir el grifo se asoma a la ventana. El coche no está. “Sabía que no durarían….” Tras él, en el suelo, los restos de la batalla de ayer: un zapato, el móvil en el suelo, la cazadora con la mancha… No lo recordaba, es cierto, cuando acabó con todo se manchó la cazadora. Y ese tipo de manchas son imposibles de quitar. Lo sabe por experiencia. Deberá deshacerse de ella. Al menos, una buena noticia en el día de hoy: puede volver a dormir tranquilo; la casa vecina vuelve a estar vacía y nadie perturbará su paz. Ahora tiene tiempo para dedicarse a podar su alcornoque.
Ring, ring... "Hola, somos Alice y Tom. En este momento no podemos atenderte. Deja tu mensaje y te llamaremos. Bye!"


UN CUENTO DE PARÍS
Por enésima vez esa mañana, se untó las manos en aceite. Los numerosos cortes que le iban dejando los cristales se hacían cada vez más profundos y dolorosos, pero por nada del mundo pensaba dejar de trabajar en aquella capilla.
Era solo un niño cuando ya se quedaba mirando y ayudando a su padre a elaborar las ventanas y vasijas de sus vecinos. Le parecía magia, casi un hechizo, como su padre, con sus gruesas manos podía moldear un material tan delicado. Siempre soñó con perfeccionar aquellos trabajos, desarrollar ese oficio mágico, pero ni en sus mejores fantasías había imaginado poder trabajar en esto: la más espectacular vidriera que se hubiera visto, miles de pequeñas siluetas conformando la más bella fachada: era un obrero de la santa Capilla de París.
El sol marcaba la ansiada hora del almuerzo, y sus compañeros ya se iban alejando en grupo hacia la cantina de Madelaine. Ella como nadie preparaba el estofado, y lo acompañaba con un buen vino.  Jean, sin embargo, no acostumbraba a acompañarles. Sus cinco hijos y la enfermedad de Adele, que le imposibilitaba trabajar, hacían que tuviera que conformarse con un almuerzo algo más humilde que ésta le preparaba.  Pero esto no era un problema para Jean. Le encantaba almorzar a la orilla del río, con la brisa en el rostro, y además le permitía acabar antes para poder volver a la capilla y trabajar un rato a solas. Para él era el mejor momento del día: acariciaba los cristales recién pintados, ideaba nuevas figuras, hablaba con su vidriera como si fuera un hijo más, y disfrutaba desde las alturas de la vista más privilegiada de París: sus campos, el río, las azoteas de las casas, el infinito, …
Precisamente, en uno de estos momentos de soledad fue cuando su vida cambió para siempre. Desde allí, desde lo alto, vio como cerca de la capilla se detenía un carruaje y se apeaba de él la más bella mujer que jamás había contemplado.  Por supuesto, también estaba Adele, su mujer, a la que adoraba, pero en nada se parecía a esa figura elegante, femenina, delicada pero firme, que estaba contemplando.  No pudo adivinar hacia donde se dirigía. La hora del descanso se había terminado y todos regresaban al taller. Solían remolonear a la vuelta, pero en esta ocasión Pierre les apremiaba a entrar rápidamente y ponerse manos a la obra. Parecía nervioso, nunca le habían visto así. Daba órdenes, susurrando, como si no quisiera que alguien se enterase, y colocaba a cada uno en su tarea sin demora. De repente, la puerta se abrió y dos guardias reales entraron en la estancia. Pierre acudió a su encuentro y se disponía a saludarles cuando de repente se inclinó e hizo una reverencia que les dejó a todos atónitos. Al volver la vista a la puerta, vieron entrar a una elegante mujer, con capa y pieles, a la cual Jean reconoció de inmediato: era la dama que había visto apearse del carro.
-“Su Alteza Real, la Reina” – dijeron al unísono ambos guardias reales.
¡La Reina! ¡No puede ser! Jean estaba nervioso, excitado, no daba crédito a lo que oía y veía. Esa mujer que le había cautivado con solo verla un instante era la Reina Margarita.
Todos se inclinaron de inmediato, y ella fue avanzando poco a poco hacia el interior del taller, observando cada pieza, las vidrieras ya montadas, las mezclas de colores… Se detuvo frente a una imagen en particular: Cristo en la cruz, con la corona de espinas en su cabeza. El Rey había realizado muchos esfuerzos para conseguirla, traerla a Francia y hacer esta capilla en su honor,  por lo que ella se sentiría igualmente emocionada al verla.
-“Maestro, ¿quién ha realizado esta imagen?” – preguntó la Reina, sorprendiendo a todos los presentes.
-“Ha sido Jean, Majestad, uno de los artesanos más expertos de la obra.”
-“Sus manos son prodigiosas, maestro. Es la imagen más bonita que he visto jamás. Felicítele de mi parte”.
Sin esperar respuesta, giró sobre sus pasos y se dirigió a la salida seguida por su guardia.
Desde aquel día, Jean no pudo volver a ser el mismo.  Cada mañana, llegaba el primero a la construcción para subir a la azotea y ver a lo lejos a la Reina pasear con sus damas por el jardín. Tras el almuerzo, corría por si era un día afortunado y podía verla bordeando el río.
Han pasado casi treinta años desde aquel momento, pero todos estos recuerdos acaban de acudir a la mente de Jean como si hubieran ocurrido ayer mismo. Tras acabar la Santa Capilla, viajó con su familia y estuvo trabajando en varias catedrales e iglesias, alcanzado incluso tierras de Hispania. Hoy, después de tanto tiempo, vuelve de nuevo a París, y no ha podido pasar sin acercarse a su vidriera. La Santa Capilla solo es utilizada por la familia Real y sus sirvientes, pero éstos aún recuerdan al vidriero, y le permiten pasar un momento, para disfrutar de nuevo de la belleza del lugar. Las vidrieras, la luz del sol entrando por cada rincón en sólidos rayos, la reliquia de Cristo, por fin en el lugar que le corresponde en el altar. Todo es aún más maravilloso de cómo lo recordaba. Ya que le han permitido entrar, que solo está en París de paso, y no cree que vaya a volver, pues ya se encuentra viejo y cansado, se atreve a subir despacio al piso superior, solo dedicado a la realeza. Allí, arrodillada frente al altar, como una aparición, se encuentra rezando la Reina. Jean la observa maravillado. Han pasado muchos años, su rostro está más cansado y el pelo claro, pero sigue transmitiendo la misma fuerza y femineidad. En un primer momento se arma de valor y da un paso hacia ella, decidido a reverenciarse, saludarle, y recordarle que es el autor de aquella imagen que tanto le gustó. Sin embargo, frena y recula. Han pasado treinta años, la vida ha seguido su curso, y ella sigue siendo platónica para él. Quizá sea mejor dejar las cosas así, y seguir viviendo con el recuerdo y la fantasía de lo que fue o pudo haber sido ese reencuentro.
Empieza a anochecer, deja de entrar luz en la capilla y es hora de marcharse. Su hijo mayor, Luis, el seguidor de sus pasos y aprendiz de su oficio le espera en la puerta para acompañarle. Se acabó el seguir recordando. Es hora de superar el pasado y vivir el futuro. Es hora de volver a casa.

4 comentarios:

  1. Que maravilla!!! Me ha recordado a "Los pilares de la tierra" Nada tiene que envidiar...

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  2. Gracias Fran.
    Espero poder publicar otro relato muy pronto!!
    Un saludo

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  3. Estimada Sra Potts,
    Acabo de leer "Un cuento de de Paris" y debo felicitarla. Su relato ha coseguido trasladarme a la Sacre Chaptre (se escribe así?) y a sus maravillosos millones de cristales de colores. ¿Puedes publicar alguna foto?

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  4. Gracias, Marcos. Y créeme que publicaría una foto si supiera cómo hacerlo... ^-^

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